5.11.13

Gritos.


Me siento frustrada, desquiciada.
A medida que mi volumen de voz sube baja su respeto.
Queda todo fuera de control.
El modo que tienen de combatir mi tono alterado es burlarlo, buscando el límite una y otra vez.
La dichosa pescadilla que se muerde la cola.

Si yo fuera más pausada y mis nervios andaran infinítamente más templados todo sería muy diferente.
Voy todo el día con ese maldito chip corre corre, vestida con mi habitual ansiedad.
Quiero cumplir con el día, hacer las tareas programadas, suyas y mías.
Después de la jornada laboral los deberes lo ocupan todo, no queda hueco para nada más entre la merienda y la hora de baños y cenas.
La tensión se me acumula a espuertas.
Ni pensar en volver a un gimnasio.
No puedo, no veo momento de relax.
Me doy la vuelta y al segundo una está pinchando a la otra. La otra empieza a llorar de modo exagerado para captar mi atención. La una la mira con desafío. Y así una y otra vez.

Quiero cambiar ese chip, quiero hablar en tono normal, quiero ser capaz de razonar con ellas y que me escuchen, que nos escuchemos mutuamente, que se respire tranquilidad y sosiego y las cosas se vayan encauzando.

Pánico me da la adolescencia venidera si no soy capaz de lidiar con la niñez.
Verdadero miedo a que se me escape de las manos.
Ya siento que está fuera de mi alcance.
Es una sensación de profunda tristeza cuando hago resumen mental de la tarde y no me gusto nada a mí misma, cuando lo que más destaca es mi constante nerviosismo y mis repetidos haz esto o haz lo otro. Como si tuviera conmigo un maldito cronómetro.
Son niñas, actúan como tales.
Desafían una actitud de su madre que no les gusta. Se defienden a su modo.
Me doy perfecta cuenta y me duele.
Me siento culpable.

Hace semanas descubrí lo que llaman El desafío del rinoceronte naranja.
Algo que empezó como un firme propósito por parte de una madre de aparcar los gritos en pos de una mejora en la relación familiar. Como quien pretende dejar de fumar contando los minutos, las horas, los días o semanas que llevas libre de pecado.

Los gritos, un mal común. Son odiosos, no aportan nada. Enojan, agobian, estresan, entristecen.

Lo intenté, no llegué a cumplir una tarde. Lo olvidé, volví a la carga, vociferante... En mi línea...

Necesito centrarme en esto y conseguirlo.
Aprender a gritar bajito.
Estoy convencida que la mejora sería descomunal.
Mis nervios piden a gritos templanza.
Ya está bien. No me gusto.
Y me quiero gustar.


...